En Uganda, el fútbol vivió semanas de celebración y debate. La selección nacional logró un resultado histórico en el Campeonato Africano de Naciones (CHAN), suficiente para que el parlamento alabara el rendimiento deportivo y, de inmediato, reclamara mayor apoyo económico. El eco político fue tan fuerte que la promesa del presidente Yoweri Museveni de entregar 24 mil millones de chelines ugandeses a los jugadores se cumplió con rapidez, generando tanto entusiasmo como interrogantes.
La confirmación del desembolso fue hecha por la propia presidencia del Parlamento. El dinero, comprometido en 2021, finalmente llegó a la Federación Ugandesa de Fútbol y a la selección nacional tras el torneo continental. Se trató de un gesto que reforzó la narrativa de un Estado dispuesto a reconocer los logros deportivos de su equipo representativo. La magnitud de la cifra, cercana a los 6 millones de dólares, sorprendió en un contexto donde la economía local atraviesa dificultades estructurales y el financiamiento al deporte suele ser escaso y discontinuo.
🇺🇬🚨 El Parlamento de Uganda acaba de promulgar una ley donde le exige al Gobierno que financie los clubes de fútbol locales.
— Nahuel Lanzón (@nahuelzn) September 10, 2025
Prioridades bien ubicadas, si me preguntan. pic.twitter.com/g6rJAtirXp
La decisión tuvo un fuerte impacto simbólico: visibilizó la relación entre política y fútbol en Uganda, donde el éxito deportivo es rápidamente apropiado por el poder como parte de un relato nacionalista. Sin embargo, también reavivó una pregunta latente: ¿qué sucede con los clubes que sostienen a los jugadores antes de llegar a la selección?
Mientras la selección recibía la atención mediática y económica, dirigentes y analistas locales advirtieron que el verdadero desafío está en el nivel doméstico. Los clubes ugandeses, muchos de ellos con presupuestos mínimos, carecen de infraestructura, estabilidad financiera y políticas públicas que los acompañen. Son esos equipos los que forman a los futbolistas que luego alcanzan el reconocimiento internacional, pero rara vez acceden a un apoyo económico similar.
En los debates parlamentarios posteriores al CHAN, varios legisladores pidieron que el financiamiento no se limite a premios circunstanciales para la selección, sino que se extienda a una estrategia sostenible que incluya a los clubes. La idea no es nueva: en distintos países africanos, como Ghana o Senegal, se han ensayado mecanismos estatales de apoyo al deporte de base, con resultados desiguales. En Uganda, el tema apenas empieza a instalarse.
El fútbol ugandés se encuentra en una encrucijada. El dinero entregado a la selección marca un precedente, pero también expone la fragilidad del ecosistema deportivo local. Sin políticas de largo plazo, los clubes seguirán dependiendo de aportes privados escasos y de la venta de jugadores como única fuente de ingresos relevante.
Invertir en estadios, academias juveniles y programas de formación no solo aliviaría la precariedad de los equipos, sino que permitiría consolidar un camino sostenible para la selección. La discusión abierta tras el CHAN muestra que el éxito deportivo puede convertirse en una plataforma para repensar el rol del Estado en el desarrollo del fútbol. La pregunta de fondo no es cuánto recibe la selección tras un logro puntual, sino qué estructura se construye para que los clubes sigan produciendo ese talento que, cada tanto, conquista a todo un país.