El Comité Olímpico Internacional (COI) atraviesa una coyuntura de fuerte escrutinio ético, político y mediático. Dos casos paralelos —el de Rusia y Bielorrusia, sancionadas tras la invasión de Ucrania, y el de Israel, presionado para ser vetado por su rol en el conflicto en Gaza— ponen en evidencia las tensiones entre la normativa olímpica, la presión internacional y la percepción de doble rasero.
En los últimos días, el COI resolvió que los atletas rusos y bielorrusos podrán participar en los Juegos Olímpicos de Invierno 2026 en Milán-Cortina, pero únicamente bajo condición de “atletas neutrales”: sin bandera, sin himno nacional y con reglas estrictas, como no tener vínculos con entidades militares ni haber apoyado públicamente la guerra en Ucrania.
A diferencia de ese caso, el COI descartó excluir a Israel, pese a las peticiones de varios gobiernos y colectivos. Según el organismo, el Comité Olímpico Nacional israelí cumple con la Carta Olímpica y es elegible para participar. Además, se subrayó que tanto Israel como Palestina cuentan con comités olímpicos reconocidos, ambos considerados en regla por la institución. También se anunciaron medidas de seguridad y de apoyo a los atletas que pudieran verse afectados por el conflicto.
La diferencia entre ambos casos, según el COI, radica en que Rusia fue sancionada por extender la jurisdicción de su comité sobre territorios que pertenecen al Comité Olímpico Ucraniano, algo expresamente prohibido por la Carta Olímpica. En cambio, el comité israelí no ha absorbido ni desplazado al Comité Olímpico Palestino, por lo cual no se configura la misma infracción. El COI insiste en que no juzga directamente a los gobiernos, sino a los comités, y que mientras estos cumplan los estatutos no existe base regulatoria para sancionarlos.
La historia del olimpismo muestra que no es la primera vez que se toman decisiones de este tipo. El caso del dopaje estatal ruso ya había provocado restricciones similares con participación bajo bandera neutral. También se han suspendido comités por interferencia política (como en Kuwait) o por violaciones graves de derechos humanos (como en Afganistán bajo el régimen talibán). En paralelo, se ha permitido la convivencia en la Villa Olímpica de delegaciones con conflictos abiertos, como ocurrió con Israel y Palestina en París 2024.
Pese a la argumentación técnica, las críticas son numerosas. Gobiernos como el de España y distintas organizaciones de derechos humanos denuncian un doble estándar: si las violaciones graves justificaron sanciones a Rusia, lo mismo debería aplicarse a Israel. Se señala además que los atletas palestinos enfrentan desventajas estructurales mucho más severas, lo que amplifica la sensación de injusticia.
El debate de fondo remite a la propia Carta Olímpica, que exige respeto a la integridad territorial, independencia del deporte frente a los gobiernos y ausencia de violaciones a los principios fundamentales del olimpismo. El COI, sin embargo, suele aplicar estas reglas de manera acotada a lo que puede demostrarse con evidencia clara y dentro de un marco normativo estricto.
La conclusión es que el organismo parece haber fijado un umbral técnico: habrá sanciones cuando un comité nacional viole explícitamente la Carta Olímpica, como ocurrió con la anexión territorial rusa, con el dopaje institucionalizado o con interferencias políticas severas. En ausencia de esas pruebas, aunque existan denuncias o presiones políticas, se privilegia la continuidad del reconocimiento formal de los comités.
En el caso de Israel, mientras su comité se mantenga en regla, el COI seguirá rechazando los pedidos de exclusión. Sin embargo, la presión moral y política continuará creciendo, con protestas sociales, posicionamientos de gobiernos y demandas de organizaciones de derechos humanos que podrían llevar, en el futuro, a una revisión de los criterios o incluso a una modificación de la normativa.
La tensión entre lo moral y lo político, por un lado, y lo normativo y reglamentario, por el otro, será cada vez más central en el olimpismo.